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13.08.2016 // Text: xxx // Pix: phrank.net


¿Hasta donde hemos llegado?

‘La vida en Ibiza es de lo más agotador que te puedas imaginar’, me dijeron. ‘Ganarse la vida en esta isla es como un viaje de ida y vuelta del cielo al infierno’, me contaron. ‘Si quieres terminar el primero, primero tienes que terminar’, me avisaron.

Lo que yo no sabía a mi llegada es que no sólo tenían razón, sino que además se quedaban cortos.

Veinte años después, me encuentro al comienzo de otra temporada, una mezcla de melancolía y expectación me sobrecoge y espero ansioso la avalancha de sentimientos y emociones, sabiendo que va a ser, más que nunca, una temporada para explorar tus límites tanto físicos como mentales, para ser capaz de ir más allá y regresar a salvo. Suena un poco dramático, pero si alguna vez has trabajado durante una temporada y has pasado aquí el invierno, es probable que sepas exactamente de qué estoy hablando.

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Son las 06.30 de la mañana, acabo de salir de un club, porque, te lo creas o no, tengo que salir para poder conocer gente, hacer contactos y conseguir un panorama general de lo que está pasando, ya que forma parte de mi trabajo. Ya a principios de junio hay tantísima gente que, literalmente, parece agosto… Sé que tengo que levantarme dentro de unas 4 horas porque es otro día laborable (en Ibiza prácticamente todos los días son días laborables). Me tomé dos cervezas hace algunas horas, así que me imagino que estoy bien para conducir. Al pasar por la interminable cola de clubbers de camino de regreso a casa -que deben pasarse otras dos horas esperando para por fin poder coger un taxi- me doy cuenta de que la ventana trasera de mi coche está llena de pegatinas, mi limpiaparabrisas está cubierto de flyers de puticlubs y uno de mis espejos laterales está roto – ¡bravo!  En la carretera principal me adelanta un taxi a toda velocidad, viene un coche en sentido contrario y otro taxi se acerca, sobrepasándome en el último momento. Al llegar a casa me encuentro con que internet no funciona –un problema muy común cuando demasiada gente usa una red que deja la isla a través de un único servidor – es como intentar meter a un elefante a través de una ratonera.

Después de dormir durante unas insignificantes cuatro horas me levanto, ya que el calor es tan sofocante como normalmente lo es en agosto; no ha llovido lo suficiente durante el invierno y la primavera y el campo está completamente seco. Mi vecino tiene los aspersores puestos para regar su césped brasileño, mientras da vueltas con el soplador de hojas para ‘limpiar’ los senderos del jardín. El ruido es infernal y, una vez que mi casa está encima de una colina, puedo oír cada palabra que digan a una distancia de hasta casi 100 metros. Por encima, su alarma suena tres veces cada hora, dios sabe por qué… Además de por el desorbitante (des)uso del agua -que yo más bien llamaría desperdicio- y la absurda costumbre de utilizar el soplador de hojas, tampoco es que seamos amigos, ya que él es el estereotipo de un residente de alto nivel, orgulloso propietario de un enorme coche deportivo inglés con el que cada día llega hasta su yate atracado en el puerto. Acto seguido se va navegando hasta Formentera sólo para almorzar, para algo más tarde gastarse una fortuna en un beach club de-lo-más-VIP antes de disfrutar de la puesta de sol a toda velocidad en su camino de vuelta, presumiendo más tarde con sus amigos sobre quién se ha gastado más dinero durante el día.

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Internet sigue sin funcionar, así que cambio mis planes y decido coger el coche y bajar a Ibiza a encontrarme con un cliente. Al llegar desde un camino a la carretera de San Juan veo una señal de sentido único a la izquierda, pero hay coches que circulan en ambas direcciones, gritándose los unos a los otros sobre quién puede conducir en qué sentido, cubiertos de polvo una vez que las obras van con retraso – mañana, mañana…  Decido dar la vuelta y evitar esta desagradable situación. De camino, paso por un supermercado y aprovecho para comprar algo de comida. Al salir del supermercado, de vuelta a mi coche veo una fila de carros de la compra bloqueando la salida del aparcamiento y a una señora que justo está dejando allí su carrito para conseguir recuperar su moneda.  Cojo mi teléfono para sacar una foto y la señora me mira y me dice ‘Yo no he hecho eso’ – me sobrepasa el nivel de  ignorancia que puede alcanzar el ciudadano medio. La miro, espero hasta que se haya ido y saco la foto. Había unos 40 carritos de compra y, científicamente, la señora era responsable por 2,5% de todo el montón, pero lo cierto es que ella es tan estúpida como todos los demás. ¿Qué le pasa a la gente? ¿No debería ser el lema de vida de todos nosotros ‘ayuda siempre que puedas ayudar y tú también recibirás ayuda’?

Al cabo de 15 minutos estoy por fin en la carretera principal a Ibiza y al llegar a la altura de la rotonda de Bambuddha me hago la misma pregunta que me surge cada vez que conduzco hacia la ciudad – ¿Llegará el atasco de Cana Negreta hasta la pista de karts? De ser así, debería tomar la otra carretera, vía Puig d’en Valls, me llevaría unos 10 minutos más, pero seguro que no más que eso… Decido correr el riesgo y bajar por la carretera principal, tiene buena pinta hasta que –de la nada- el atasco se presenta justo delante de mis narices (sólo se necesitan un par de coches que frenen de manera irregular y el atasco se convierte en realidad). Donde la carretera a Sta. Gertrudis se une a la carretera principal tiene lugar otra batalla diaria. En cualquier país civilizado utilizarían el método ‘cremallera’ para permitir el flujo de tráfico cuando las dos carreteras se juntan. Aquí parece que todo el mundo está demasiado ocupado mirando el smartphone, que no le importa en absoluto o, todavía peor, que bloquean a los demás a propósito dando rienda suelta a la desgracia sufrida a lo largo de los años de la frustración a la que llaman vida. Pasado este punto la cola llega hasta el semáforo de Cana Negreta, donde algunos niños aprietan el botón para los peatones sólo para ver como todos los coches tienen que pararse. Dejando atrás el Bar Toni (probablemente el único lugar de toda esta zona que realmente se beneficia de esta lamentable situación), me meto en la rotonda provisional de la carretera de atrás a Jesús (que no es tan provisional, porque según me contó un taxista va a quedarse allí) cuando un tractor oruga me corta el paso por la izquierda y no puedo adelantarlo, ya que el tráfico en sentido contrario es igual de intenso, yendo desde el puente de Jesús hasta nuestra altura. Por fin, cuando entro en la ciudad el tractor oruga y yo nos separamos. Delante de mí, un conductor lanza su cigarrillo por la ventanilla, obviamente sin importarle nada y sin saber que, desde principios de este año, no está permitido fumar mientras se conduce y puede recibir una multa por hacerlo. Bien hecho, no por el hecho de evitar distracciones -que yo encuentro una ridícula medida, ya que, de todas maneras, la mayoría de los conductores están al teléfono-, sino para evitar más incendios a lo largo de nuestras carreteras durante el verano.

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Al entrar en el antiguo aparcamiento de los Junkies no puedo evitar sonreír sabiendo que durante el día la hora es ‘sólo’ 1.50 euros, por la noche te cobran el doble –un pensamiento de alguna manera perverso, pero me siento realmente contento, porque dar vueltas con el coche por la ciudad para encontrar dónde aparcar es prácticamente imposible. Esperando en una cafetería por el cliente me leo el periódico un par de veces y me doy cuenta de que me ha plantado sin siquiera haberme llamado, una costumbre bastante común, pero que me molesta profundamente cada vez que me sucede a mí. Veo a una pareja de turistas delante de un parquímetro con una expresión de incredulidad dibujada en la cara, decido caminar hacia ellos y explicarles cómo usar este superordenador – ‘primero tienes que teclear el número de tu matrícula, después apretar el botón verde para poder pagar por el tiempo que aparquéis’, les digo. El hombre mete unas cuantas monedas y toda  la operación se cancela, ya que lo máximo que acepta la máquina son dos euros por dos horas, así que tienen que empezar otra vez todo el proceso. ‘Por cierto, este sistema es ilegal, ya que viola la ley de protección de datos, pero han decidido dejar que los parquímetros sigan operativos y el motivo detrás de todo esto es que nadie pueda compartir el ticket con otra persona que vaya a usar el aparcamiento y así pueden hacer más dinero’ les digo, dejándolos sin palabras mientras me voy. Eso por no hablar del hecho de que si trabajas en el centro no sólo no consigues una matrícula para poder aparcar gratis o por lo menos por un período de tiempo más largo, de eso nada, tú también tienes que ir cada dos horas a renovar tu ticket.

Otro cambio de planes, ya que mi cita ha sido cancelada, me fuerza a dejar la ciudad. Es bien pasado el mediodía y me doy cuenta de que no he comido nada, ya que en este calor insoportable el hambre ha evolucionado de una necesidad humana a algún tipo de ritual surrealista. Una escapada a la playa parece la manera ideal de hacer frente a la impotencia. Por encima, no consigo recordar la última vez que estuve  en la playa, algo que de alguna manera es muy común cuando vives en una isla del Mediterráneo…

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El deseo dio lugar a esta idea, ya que es imposible encontrar una playa desierta incluso a principios del verano. En el caso de que consigas llegar hasta la playa y, una vez más, después de haber pagado una fortuna para aparcar el coche, te verás sumergido en un universo de tumbonas y sombrillas y un tío musculoso te recibirá corriendo para cobrarte por lo menos unos buenos 20 euros por susodichos artefactos. Y si esta situación tiene lugar en el distrito de San José podría ser todavía mucho más que eso, ya que la mayoría de las licencias para las concesiones de hamacas se vendieron a un narcotraficante convicto de Sudamérica, dejando a las familias locales sin sus ingresos anuales, todo porque su oferta fue mejorada por un hombre que te cobrará una fortuna para conseguir recuperar el dinero invertido –que, en cualquier caso, es probablemente dinero negro.

Después de tener que explicarme, que de verdad que no necesito una hamaca ni una sombrilla, me apetece darme un chapuzón y me doy cuenta de que el agua está llena de medusas rojas, hecho que parece no importarle a algunos padres cuyos hijos juegan en el agua. Imposible sermonearlos a todos, así que decido pillar algo para comer, pero entonces me doy cuenta de que es una mala idea, ya que todo el personal del chiringuito ha cambiado -porque los salarios eran muy bajos para poder permitirse un piso a precios abusivos y cubrir todos los otros gastos para poder llevar una vida decente- y como resultado de esto no conozco a ninguno de ellos. Pero sigo teniendo hambre –la técnica común de darse la vuelta cuando un cliente quiere pedir es una costumbre muy típica en la gastronomía española, pero yo insisto y al final el camarero aparece y me toma el pedido -¡y no vuelve a aparecer! Más de lo mismo, pienso y, todavía sonriendo, abandono la playa para encontrarme de nuevo en otro atasco, y ni siquiera ha atardecido…

Un coche sin gasolina no funciona, pero al llegar a la gasolinera me encuentro con un enorme volumen de coches esperando para conseguir repostar sin un orden en particular, con dos o tres filas vacías, pero sin manera posible de llegar hasta ellas. Mientras espero por un lugar vacío echo un vistazo a la lista de precios y me pregunto por qué la misma gasolina tiene un precio un día y otro precio al día siguiente. Y no estamos hablando de tan sólo unos céntimos de diferencia, sino a menudo un aumento notable y, obviamente mucho menos frecuente, de una disminución. Delante de mí un tío intenta varias veces hacer que la manguera funcione para poder llenar el depósito de su coche de alquiler, un tanto enfadado mientras la mujer que trabaja en la gasolinera le dice que deje la manguera y que vaya primero a pagar, después repostar. Tan listo como soy, dejo mi coche y camino hacia la gasolinera mientras el tío delante de mí está todavía repostando y pago por mi combustible, pero cuando vuelvo a mi coche me doy cuenta de que el que estaba detrás de mí me ha cogido el sitio y está a punto de llenar su depósito con mi diesel. El hecho de que su coche es gasolina y mi cara lo hacen detenerse y volver a su lugar, así que por fin consigo llegar a la manguera y –echarme el diesel por encima, ya que la amable persona que la había utilizado antes de mí no ha vaciado la manguera por completo. ‘¿Sé puede llegar más bajo?’ me pregunto a mí mismo, completamente perdido ya que todo este día parece escapárseme de las manos como arena en una playa. Así que decido volver a casa, comer algo por fin y con suerte encontrarme que internet funciona para conseguir empezar el trabajo original que tenía en mente esta mañana.

Al llegar a casa no hay electricidad -ya que están renovando los cables en mi zona y algo ha debido de salir mal- dejándome con dos neveras y un congelador llenos de comida que se está calentando lentamente y, obviamente, nada de internet… Cuando llamo a Gesa (la compañía que se encarga del suministro eléctrico) me dicen que las reparaciones terminaron esta mañana y que tengo electricidad en casa… ‘No’ les digo, ‘Estoy delante de mi casa y no hay electricidad’ –la respuesta es ‘Le podemos dar el teléfono de nuestro servicio de emergencias, pero el coste correrá por su cuenta’, así que decido esperar, encontrándome en silencio total, sin posibilidad de trabajar en el ordenador y con dos neveras calentándose cada vez más. Sintiéndome más impotente que nunca decido echarme una siesta y, ¿adivina qué? Una vez más me olvido de comer algo… El calor a las 5 de la tarde es ya agobiante y cuando me despierto un par de horas más tarde me siento como si me hubiera atropellado un camión. El sol se ha puesto ya y no hay luz (ni siquiera al final del túnel…). Optimista como soy, me pongo a encender unas velas por toda la casa, empezando a ver la situación como casi romántica, hasta que el teléfono suena… La llamada es de un buen amigo y promotor. Era la noche de inauguración y yo tenía el deber de ir y verlo – somos una familia. Ya que todavía es temprano decido darme una ducha, arreglarme y dejar la (oscura) casa, pero –no hay electricidad, no hay agua. Claro que sí; Bueno, lo mínimamente básico debería valer, cepillarme los dientes y un poco de gomina me dan esperanza de que este día pueda tener un final feliz.

No lejos de casa hay un buen restaurante donde la posibilidad de tomarme un almuerzo decente (sí, de repente me siento muy consciente de que no he comido nada durante las últimas 24 horas) es muy realista, o al menos eso pensé yo. La comida es excelente, pero para poder empezar me tuve que tomar 3 cervezas y un chupito de bienvenida – Limoncello – graaaave error…    El siguiente  inconveniente es la música. Tocar en un restaurante no tiene la intención de alimentar tu ego como lo haría tocar en frente de 5.000 clubbers en el momento álgido de la noche en el escenario principal, se necesita más sensibilidad y un conocimiento ‘tan perfecto como sea posible’ de la música que tienes, en el mejor de los casos perfeccionada a lo largo de años de experiencia. Leer a tu audiencia es el segundo paso, obviamente no puedes sacudir un restaurante, conseguir que la gente mueva la pierna bajo la mesa es posiblemente el mejor resultado que vas a  conseguir con esta actuación, así que acéptalo y déjate llevar. Considerándome a mí mismo un miembro de la misma profesión, yo primero y (peor) siempre –y quiero decir siempre- tengo por lo menos un oído escuchando qué música está sonando y cómo, y si la selección es descuidada y los mixes son, en todo caso, rudimentarios se me parte el corazón con cada mal beat. Ya que hoy en día parece que cualquiera puede ser DJ y puede (casi) zafarse con algún equipo decente, presionando el botón Sync y esperando que la máquina haga milagros, no es de sorprender que el pago por una actuación en este tipo de establecimientos pueda fácilmente ser menos que dos copas gratis, desacreditando a toda una rama profesional mientras se tortura a una audiencia a la que te ‘pagan’ por entretener.

Otras dos cervezas y un segundo chupito – ‘nada de Limoncello para mí esta vez’, insisto – como buena base para una noche de fiesta, decido dejar esta soledad musical y salgo para escuchar ritmos de verdad en un club de verdad. En la última rotonda antes de llegar al club veo tres coches acercándose desde tres direcciones diferentes, uno de ellos siendo el clásico coche y conductor ibicenco, otro un coche de alquiler con una familia entera en su interior y el otro con la música a tope, lleno de clubbers de camino a entrar en calor para empezar la noche de marcha. Es una receta para el desastre, me digo a mí mismo, el ibicenco con todo el tiempo del mundo, el turista sin saber adónde ir ya que todas las señales están escritas en catalán (el idioma de Cataluña) y su mapa de la isla está en castellano -eso sin contar que probablemente nunca haya tomado una rotonda en su vida- y el descuidado clubber a quién lo único que le preocupa es no encontrarse con un control policial –no necesitas ser un vidente para ver el posible resultado catastrófico de este encuentro…  Feliz de que nada haya sucedido, conduzco a lo largo de la carretera, pasando por los interminables coches a mi derecha aparcados en doble fila; Aquí lo llaman ‘botellón’, se juntan en el aparcamiento antes de entrar al club, escuchando música y bebiendo tanto como pueden en un corto espacio de tiempo, ya que los precios de las copas en un club pueden fácilmente exceder el coste  de una  botella entera de cualquier bebida alcohólica, más toda la limonada y unos cuantos vasos de plástico necesarios para ‘entrar en la onda’.

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Ya que es la noche de inauguración y que me encuentro con unos amigos para que todos puedan entrar al club, tenemos que tomar la ruta más larga y hacer cola en la lista de invitados. Parece que pasen unas 3 horas antes de que alcancemos a la guapa chica del ordenador y que por fin podamos entrar al paraíso de la pista de baile, o eso es lo que se supone que sea. Después de un riguroso cacheo corporal llegamos a la primera pista de baile, el club está abarrotado de gente. Las diferentes pistas no ayudan a poder moverse, por encima tampoco puedes ver la pista cuando hay demasiada gente y los escalones invisibles son cualquier cosa menos divertidos. Lo siguiente es perder a todos mis amigos, así que decido visitar la cabina y presentar mis respetos cuando uno de mis amigos vuelve buscándome con dos cervezas en la mano. Me dice que fue a otra pista, pasó por seguridad y llegó hasta un pequeño bar justo al lado de la pista principal donde pidió dos cervezas y dos chupitos. Después de que le sirvieran las bebidas sacó un billete de 100 euros y lo puso encima de la barra, la chica cogió el billete y ambos se miraron, él esperando por el cambio y ella esperando por… ‘¿Pasa algo?’ preguntó mi amigo, a lo que ella respondió educadamente ‘Faltan 20 euros’. Y ¿sabes lo que hizo él? Sacó otro billete de 20 euros, se lo dio y se fue con las bebidas. ‘¿Estás loco?’ le pregunto, ‘¿por qué no devolviste las bebidas, cogiste tu dinero y te fuiste? Sin duda este era algún tipo de bar VIP al que ni siquiera deberías haber podido acceder…’ ‘Estaba demasiado pasmado’ respondió. Los dos chupitos evidentemente no llegaron muy lejos, pero mirando la cerveza que me dio pensé ‘guau, entonces esto son unos 40 euros’. No me entiendas mal, este no es el precio estándar en cualquier bar del club, allí ‘sólo’ pagas 23 euros por una copa -¡¿qué coño?!

Reunido por fin con todos mis amigos uno de ellos me cuenta su historia – pagó una bebida con un billete de 500 euros, puso el cambio en el bolsillito de delante de los vaqueros y cuando fue a pillar otra copa se dio cuenta de que el dinero había desaparecido, robado en medio de la muchedumbre. Hubo unos cuantos incidentes más aquella misma noche y, según escuché más tarde, sucede en muchos otros lugares. ¿La  lección que aprendemos? Nunca pierdas tu dinero de vista en un club o en cualquier otro lugar donde se junte mucha gente y la capacidad está al límite, ni tampoco tu móvil o cualquier cosa de valor, y si ves a alguien robando busca a un seguridad de inmediato.

Son las 6:30 de la mañana –otra vez- la historia se repite, he vivido otras triviales 24 horas en Ibiza y, me creas o no, me encanta. Todo ello. De todo corazón. Con toda su gente loca, sus mentes jodidas, los egoístas, los ignorantes, así como todos los amigos verdaderos, excelentes espíritus y el amor que me mostraron en (y por) esta isla. Podría seguir interminablemente, evidentemente este día era ficticio (o no) y cualquier similitud con personas o lugares reales es también completamente ficticio (o no), pero de alguna manera tenía que terminar este gigantesco artículo. Si lo has leído hasta el final y todavía te gusta la idea de no sólo venir como turista, sino de ganarte la vida aquí, entonces estás más que bienvenido a unirte a club, a estas alturas ya has sido cuidadosamente presentado, el resto es cosa tuya.

La esencia de vivir en Ibiza es amar la vida en todos sus colores, tonos y formas, estar bien preparado para ganarse la vida y estar listo para dejar atrás todo lo demás. La recompensa es llegar a conocerte a ti mismo muchísimo mejor y enriquecer tu vida hasta el punto que tú, y sólo tú, has marcado. A pesar de toda la moda y ‘el miedo y la aversión’, Ibiza es un ejemplo de la pacífica coexistencia de muchas culturas diferentes y siempre mantendrá su espíritu original. Si haces el bien serás recompensado, pero si sientes que no perteneces aquí, entonces es mejor irte hoy que mañana, esto es sólo para los valientes.

hofer66

you better be good.

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